Viaje Al Fin De La Noche



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Una noche, cuando mi sala de espera estaba casi vacía, entró un sacerdote a hablar conmigo. Yo no lo conocía, a aquel cura, estuve a punto de ponerlo de patitas en la ca­lle. No me gustaban los curas, tenía mis razones, sobre todo desde que me habían hecho la faena del embarque en San Tapeta. Pero aquél, en vano me esforzaba por re­conocerlo, para darle un rapapolvo a ciencia cierta, la verdad es que no lo había visto nunca. Y, sin embargo, de noche debía de circular con frecuencia por Rancy, pues era de la vecindad. ¿Sería que me evitaba cuando salía? Lo pensé. En fin, debían de haberle avisado de que a mí no me gustaban los curas. Se notaba por el modo furtivo como inició el palique. Conque nunca nos habíamos tro­pezado en torno a los mismos enfermos. Servía en una iglesia de allí al lado, desde hacía veinte años, según me dijo. Fieles había a montones, pero no muchos que le pa­garan. Pordiosero, más que nada, en una palabra. Eso nos aproximaba. La sotana que lo cubría me pareció un ropa­je muy incómodo para deambular en el fango de las cha­bolas. Se lo comenté. Insistí incluso en la extravagante in­comodidad de semejante atuendo.

«¡Se acostumbra uno!», me respondió.

La impertinencia de mi comentario no le quitó las ga­nas de mostrarse más amable aún. Evidentemente, venía a pedirme algo. Su voz apenas se elevaba sobre una mono­tonía confidencial, que se debía, así me imaginé al menos, a su profesión. Mientras hablaba, prudente y preliminar, yo intentaba imaginarme lo que debía de hacer, aquel cura, para ganarse sus calorías, montones de muecas y promesas, del estilo de las mías... Y después me lo imagi­naba, para divertirme, desnudo ante su altar... Así es como hay que acostumbrarse a transponer desde el primer momento a los hombres que vienen a visitarte, los comprendes mucho más rápido después, disciernes al instante en cualquier personaje su realidad de enorme y ávido gusano. Es un buen truco de la imaginación. Su co­chino prestigio se disipa, se evapora. Desnudo ante ti ya no es, en una palabra, sino una alforja petulante y jactan­ciosa que se afana farfullando, fútil, en un estilo o en otro. Nada resiste a esa prueba. Sabes a qué atenerte al instante. Ya sólo quedan las ideas y las ideas nunca dan miedo. Con ellas nada está perdido, todo se arregla. Mientras que a veces es difícil soportar el prestigio de un hombre vestido. Conserva la tira de pestes y misterios en la ropa.

Tenía dientes pésimos, el padre, podridos, ennegreci­dos y rodeados de sarro verdusco, una piorrea alveolar curiosita, en una palabra. Iba yo a hablarle de su piorrea, pero estaba demasiado ocupado contándome cosas. No cesaban de rezumar, las cosas que me decía, contra sus raigones, a impulsos de una lengua todos cuyos movi­mientos espiaba yo. Lengua desollada, la suya, en nume­rosas zonas minúsculas de sus sanguinolentos bordes.

Yo tenía la costumbre, e incluso el placer, de esas ob­servaciones íntimas y meticulosas. Cuando te detienes a observar, por ejemplo, el modo como se forman y profie­ren las palabras, no resisten nuestras frases al desastre de su baboso decorado. Es más complicado y más penoso que la defecación, nuestro esfuerzo mecánico de la con­versación. Esa corola de carne abotargada, la boca, que se agita silbando, aspira y se debate, lanza toda clase de so­nidos viscosos a través de la hedionda barrera de la caries dental, ¡qué castigo! Y, sin embargo, eso es lo que nos ex­hortan a transponer en ideal. Es difícil. Puesto que no somos sino recintos de tripas tibias y a medio pudrir, siempre tendremos dificultades con el sentimiento. Ena­morarse no es nada, permanecer juntos es lo difícil. La basura, en cambio, no pretende durar ni crecer. En ese sentido, somos mucho más desgraciados que la mierda, ese empeño de perseverar en nuestro estado constituye la increíble tortura.

Está visto que no adoramos nada más divino que nues­tro olor. Toda nuestra desgracia se debe a que debemos seguir siendo Jean, Pierre o Gastón, a toda costa, durante años y años. Este cuerpo nuestro, disfrazado de molécu­las agitadas y triviales, se revela todo el tiempo contra esta farsa atroz del durar. Quieren ir a perderse, nuestras moléculas, ¡ricuras!, lo más rápido posible, en el univer­so. Sufren por ser sólo «nosotros», cornudos del infinito. Estallaríamos, si tuviéramos valor; no hacemos sino flaquear día tras día. Nuestra tortura querida está encerrada ahí, atómica, en nuestra propia piel, con nuestro orgullo.

Como yo callaba, consternado por la evocación de esas ignominias biológicas, el padre creyó tenerme en el bote y aprovechó incluso para mostrarse de lo más con­descendiente y familiar conmigo. Evidentemente, se ha­bía informado sobre mí por adelantado. Con infinitas precauciones, abordó el vidrioso tema de mi reputación médica en la vecindad. Habría podido ser mejor, me dio a entender, mi reputación, si hubiera actuado de modo muy distinto al instalarme y ello desde los primeros mo­mentos de mi ejercicio en Rancy. «Los enfermos, querido doctor, no lo olvidemos nunca, son en principio conser­vadores... Temen, como es fácil de comprender, que lle­guen a faltarles la tierra y el cielo...»

Según él, yo debería, pues, haberme aproximado desde el principio a la Iglesia. Tal era su conclusión de orden es­piritual y práctico también. No era mala idea. Yo me guardaba bien de interrumpirlo, pero esperaba con pa­ciencia que fuera al grano respecto a los motivos de su visita.

Para un tiempo triste y confidencial no se podía pedir nada mejor que el que hacía fuera. Era tan feo el tiempo, y de modo tan frío, tan insistente, como para pensar que ya no volveríamos a ver nunca el resto del mundo al salir, que se habría deshecho, el mundo, asqueado.

Mi enfermera había logrado, por fin, rellenar sus fi­chas, todas sus fichas, hasta la última. Ya no tenía excusa alguna para quedarse allí escuchándonos. Conque se marchó, pero muy molesta, dando un portazo tras sí, a través de una furiosa bocanada de lluvia.


Durante la conversación, aquel cura dio su nombre, pa­dre Protiste se llamaba. Me comunicó, de reticencias en reticencias, que hacía ya un tiempo que realizaba gestio­nes junto con Henrouille hija con vistas a colocar a la vieja y a Robinson, los dos juntos, en una comunidad re­ligiosa, una barata. Aún estaban buscando.

Mirándolo bien, habría podido pasar, el padre Protiste, por un empleado de comercio, como los demás, tal vez incluso por un jefe de departamento, mojado, verdoso y resecado cien veces. Era plebeyo de verdad por la humil­dad de sus insinuaciones. Por el aliento también. Yo no me equivocaba casi nunca con los alientos. Era un hom­bre que comía demasiado de prisa y bebía vino blanco.

Henrouille nuera, me contó, para empezar, había ido a verlo al presbiterio, poco después del atentado, para que los sacara del tremendo apuro en que acababan de meter­se. A mí me parecía, mientras contaba eso, que buscaba excusas, explicaciones, parecía como avergonzarse de aquella colaboración. No valía la pena, la verdad, que se andara con remilgos por mí. Comprende uno las cosas. Había venido a vernos de noche. Y se acabó. ¡Peor para él, además! Una como cochina audacia se había apodera­do de él también, poco a poco, con el dinero. ¡Allá él! Como todo mi dispensario estaba en completo silencio y la noche caía sobre las chabolas, bajó entonces la voz del todo para hacerme sus confidencias sólo a mí. Pero, de todos modos, en vano susurraba, todo lo que me contaba me parecía, pese a todo, inmenso, insoportable, por la calma, seguramente, que nos rodeaba, como llena de ecos. ¿Acaso dentro de mí sólo? ¡Chsss!, me daban ganas de apuntarle todo el tiempo, en el intervalo entre las pa­labras que pronunciaba. De miedo me temblaban un poco los labios incluso y al final de las frases dejaba de pensar.

Ahora que se había unido a nuestra angustia, ya no sa­bía demasiado cómo hacer, el cura, para avanzar detrás de nosotros cuatro en la negrura. Una pequeña pandilla. ¿Quería saber cuántos éramos ya en la aventura? ¿Adon­de íbamos? Para poder, también él, coger la mano de los nuevos amigos hacia ese final que tendríamos que alcan­zar todos juntos o nunca. Ahora éramos del mismo viaje. Aprendía a andar en la noche, el cura, como nosotros, como los otros. Tropezaba aún. Me preguntaba qué debía hacer para no caer. ¡Que no viniera, si tenía miedo! Lle­garíamos al final juntos y entonces sabríamos lo que ha­bíamos ido a buscar en la aventura. La vida es eso, un cabo de luz que acaba en la noche.

Y, además, puede que no lo supiéramos nunca, que no encontrásemos nada. Eso es la muerte.

La cuestión de momento era avanzar bien a tientas. Por lo demás, desde el punto al que habíamos llegado ya no podíamos retroceder. No había opción. Su cochina justicia con sus leyes estaba por todos lados, en la esqui­na de cada corredor. Henrouille hija llevaba de la mano a la vieja y su hijo y yo a ellas y a Robinson también. Está­bamos juntos. Exacto. Le expliqué todo eso en seguida al cura. Y comprendió.

Quisiéramos o no, en el punto en que nos encontrába­mos ahora, no habría sido plato de gusto que nos hubie­ran sorprendido y descubierto los transeúntes, le dije también al cura, e insistí mucho en eso. Si nos encontrábamos con alguien, tendríamos que aparentar que íbamos de paseo, como si tal cosa. Ésa era la consigna. Conservar la naturalidad. Así, pues, el cura ahora sabía todo, com­prendía todo. Me estrechaba la mano con fuerza, a su vez. Tenía mucho miedo, como es lógico, él también. Los comienzos. Vacilaba, farfullaba incluso como un ino­cente. Ya no había camino ni luz en el punto en que nos encontrábamos, sólo prudencia en su lugar y que nos pa­sábamos de unos a otros y en la que no creíamos dema­siado tampoco. Nada recoge las palabras que se dicen en esos casos para tranquilizarse. El eco no devuelve nada, has salido de la Sociedad. El miedo no dice ni sí ni no. Recoge todo lo que se dice, el miedo, todo lo que se piensa, todo.

Ni siquiera sirve en esos casos desorbitar los ojos en la obscuridad. Es horror inútil y se acabó. Se ha apode­rado de todo, la noche, y hasta de las miradas. Te deja vacío. Hay que cogerse de la mano, de todos modos, pa­ra no caer. La gente de la luz ya no te comprende. Estás separado de ella por todo el miedo y permaneces aplasta­do por él hasta el momento en que la cosa acaba de un modo o de otro y entonces puedes reunirte por fin con esos cabrones de todo un mundo en la muerte o en la vida.

Lo que tenía que hacer el padre de momento era ayu­darnos y espabilarse para aprender, era su currelo. Y, ade­más, que había venido, sólo para eso, ocuparse de la co­locación de la tía Henrouille, para empezar, y a escape, y de Robinson también, al tiempo, en donde las hermanitas de provincias. Le parecía posible, y a mí también, por cierto, ese arreglo. Sólo, que habría que esperar meses para una vacante y nosotros no podíamos esperar más. Hartos estábamos.

La nuera tenía toda la razón: cuanto antes, mejor. ¡Que se fueran! ¡Que nos viésemos libres de ellos! Conque Protiste estaba probando otro arreglo. Parecía, reco­nocí al instante, de lo más ingenioso. Y, además, que en­trañaba una comisión para los dos, para el cura y para mí. El arreglo tenía que decidirse sin tardanza y yo debía de­sempeñar mi modesto papel. El consistente en convencer a Robinson para que se marchara al Mediodía, aconsejar­lo al respecto y de forma totalmente amistosa, por su­puesto, pero apremiante, de todos modos.

Al no conocer todos los entresijos del arreglo de que hablaba el cura, tal vez debería haberme reservado la opi­nión, haber exigido garantías para mi amigo, por ejemplo... Pues, al fin y al cabo, era, pensándolo bien, un arreglo muy raro el que nos presentaba, el padre Protiste. Pero estábamos todos tan apremiados por las circunstancias, que lo esencial era no perder tiempo. Prometí todo lo que deseaban, mi apoyo y el secreto. Aquel Protiste parecía es­tar de lo más acostumbrado a las circunstancias delicadas de ese género y yo tenía la sensación de que me iba a facili­tar mucho las cosas.

¿Por dónde empezar, ante todo? Había que organizar una marcha discreta para el Mediodía. ¿Qué pensaría, Robinson, del Mediodía? Y, además, la marcha con la vieja, a la que había estado a punto de asesinar... Yo insis­tiría... ¡Y listo!... No le quedaba más remedio que acep­tar, y por toda clase de razones, no todas demasiado po­sitivas, pero sólidas todas.

Para oficio raro, el que les habían buscado a Robinson y a la vieja en el Mediodía lo era y raro de verdad. En Toulouse erá. ¡Ciudad bonita, Toulouse! Por cierto, ¡que la íbamos a ver! ¡Íbamos a ir a verlos, allí! Quedamos en que yo iría a Toulouse, en cuanto estuvieran instalados, en su casa y en su currelo y todo.

Y después, pensándolo bien, me fastidiaba que se mar­chara tan pronto Robinson, allí, y al mismo tiempo me daba mucho gusto, sobre todo porque por una vez me ganaba un beneficio curiosito y de verdad. Me iban a dar mil francos. Así estaba convenido también. Lo único que tenía que hacer era convencer a Robinson para que se fuese al Mediodía, asegurándole que no había clima me­jor para las heridas de sus ojos, que allí estaría la mar de bien y que, en una palabra, tenía una potra que para qué de salir tan bien librado. Era el modo de decidirlo.

Tras cinco minutos de reflexionar así, ya estaba yo del todo convencido y preparado para una entrevista decisi­va. A hierro caliente, batir de repente, ésa es mi opinión. Al fin y al cabo, no iba a estar peor allí que aquí. La idea que había tenido aquel Protiste parecía, pensándolo bien, muy razonable, la verdad. Esos curas saben, qué caram­ba, apagar los peores escándalos.

Un comercio tan decente como cualquier otro, eso era lo que les ofrecían a Robinson y a la vieja en definiti­va. Una especie de sótano con momias era, si no había entendido yo mal. Dejaban visitarlo, el sótano bajo una iglesia, a cambio de un óbolo. Turistas. Y todo un ne­gocio, me aseguraba Protiste. Ya estaba yo casi conven­cido y al instante un poco envidioso. No se presenta todos los días la oportunidad de hacer trabajar a los muertos.

Cerré el dispensario y nos dirigimos a casa de los Henrouille, bien decididos, el cura y yo, por entre los char­cos. Era una novedad, pero lo que se dice una novedad. ¡Mil francos de esperanza! Yo había cambiado de opi­nión sobre el cura. Al llegar al hotelito, encontramos a los esposos Henrouille junto a Robinson, en la alcoba del primer piso. Pero, ¡en qué estado, Robinson!

«¡Ya estás aquí! -fue y me dijo con el alma en vilo, en cuanto me oyó subir-. ¡Siento que va a pasar algo!... ¿Es verdad?», me preguntó jadeando.

Y ya lo teníamos otra vez lloriqueando antes de que yo hubiese podido decir una palabra siquiera. Los otros, los Henrouille, me hacían señas, mientras Robinson pe­día socorro: «¡Menudo lío! -me dije-. ¡Qué prisas tienen ésos!... ¡Siempre con excesivas prisas! ¿Habrán levan­tado la liebre así, en frío?... ¿Sin preparación? ¿Sin espe­rarme?...»

Por fortuna, pude presentar de nuevo, por así decir, el asunto con otras palabras. No pedía otra cosa tampoco Robinson, un nuevo aspecto de las mismas cosas. Eso bastaba. El cura seguía en el pasillo, no se atrevía a entrar en la habitación. Iba y venía, sin parar, de canguelo.

«¡Entre! -le invitó, sin embargo, la hija, al final-. ¡En­tre, hombre! ¡No molesta usted ni mucho menos, padre! Sorprende usted a una pobre familia en plena desgracia, ¡nada más!... ¡El médico y el cura! ¿Acaso no es así siem­pre en los momentos dolorosos de la vida?»

Se ponía a hacer frases grandilocuentes. Las nuevas es­peranzas de salir del tomate y de la noche eran las que la volvían lírica, a aquella puta, a su cochina manera.

El desamparado cura había perdido todos sus recursos y se puso a farfullar de nuevo, al tiempo que permanecía a cierta distancia del enfermo. Su emocionado farfulleo se le pegó a Robinson, quien volvió a entrar en trance: «¡Me engañan! ¡Me engañan todos!», gritaba.

Cháchara, vamos, y, además, sobre simples apariencias. Emociones. Siempre lo mismo. Pero eso me reanimó a mí, me devolvió la cara dura. Me llevé a Henrouille hija a un rincón y le puse francamente las cartas boca arriba, porque veía que el único hombre allí capaz de sacarlos del apuro ira de nuevo mi menda, a fin de cuentas. «¡Un anticipo! -fui y le dije a la hija-. Y ahora mismo, ¡mi an­ticipo!» Cuando ya se ha perdido la confianza, no hay razón para andarse con rodeos, como se suele decir. Comprendió y me puso un billete de mil francos en toda la mano y otro más para mayor seguridad. Me había im­puesto con autoridad. Entonces me puse a convencerlo, a Robinson, ya que estaba. Tenía que resignarse a marchar al Mediodía.

Traicionar, se dice pronto. Pero es que hay que apro­vechar la ocasión. Es como abrir una ventana en una cár­cel, traicionar. Todo el mundo lo desea, pero es raro que se consiga.
Una vez que Robinson se hubo marchado de Rancy, es­tuve convencido de que la vida iba a cambiar, de que ten­dría, por ejemplo, unos pocos más enfermos que de cos­tumbre, y resulta que no. Primero, sobrevino el paro, la crisis, en la vecindad y eso es lo peor. Y, además, el tiem­po se volvió, pese al invierno, suave y seco, mientras que el húmedo y frío es el que necesitamos para la medicina. Epidemias tampoco; en fin, una estación contraria, un buen fracaso.

Vi incluso a colegas que iban a hacer sus visitas a pie, con eso está dicho todo, divertidos en apariencia con el paseo, pero muy molestos, en realidad, y sólo por no sa­car los autos, por economía. Por mi parte, yo sólo tenía un impermeable para salir. ¿Sería por eso por lo que pes­qué un catarro tan tenaz? ¿O era que me había acostum­brado de verdad a comer demasiado poco? Todo era po­sible. ¿Sería que me habían vuelto las fiebres? En fin, el caso es que, por haber cogido un poco de frío, justo antes de la primavera, me puse a toser sin parar, más enfermo que la leche. Un desastre. Una mañana me resultó del todo imposible levantarme. Justo entonces pasaba por delante de mi puerta la tía de Bébert. La mandé llamar. Subió. La envié al instante a cobrar una pequeña cantidad que aún me debían en el barrio. La única, la última. Esa suma recuperada a medias me duró diez días, en cama.

Se tiene tiempo de pensar, durante diez días tumbado.

En cuanto me encontrara mejor, me iría de Rancy, eso era lo que había decidido. Dos mensualidades atrasadas ya, por cierto... ¡Adiós, pues, a mis cuatro muebles! Sin decir nada a nadie, por supuesto, me largaría, a hurtadillas, y no me volverían a ver nunca en La Garenne-Rancy. Me marcharía sin dejar rastro ni dirección. Cuando te acosa la fiera hedionda de la miseria, ¿para qué discutir? Un tu­nela no dice nada y se da el piro.

Con mi título podía establecerme en cualquier parte, cierto... Pero no iba a ser ni más agradable ni peor... Un poco mejor, el sitio, al comienzo, lógicamente, porque siempre hace falta un poco de tiempo para que la gente llegue a conocerte y para que se ponga manos a la obra y encuentre el truco con el que hacerte daño. Mientras aún te buscan el punto más flaco, disfrutas de un poco de tranquilidad, pero, en cuanto lo han encontrado, vuelve a ser la misma historia de siempre, como en todas partes. En una palabra, el corto período durante el que eres des­conocido en cada sitio nuevo es el más agradable. Des­pués, vuelta a empezar con la misma mala leche. Son así. Lo importante es no esperar demasiado a que te hayan descubierto, pero bien, la debilidad, los gachos. Hay que aplastar las chinches antes de que se hayan metido en sus agujeros, ¿no?

En cuanto a los enfermos, los clientes, no me hacía ilu­siones al respecto... No iban a ser en otro barrio ni me­nos rapaces, ni menos burros, ni menos cobardes que los de aquí. La misma priva, el mismo cine, los mismos chis­mes deportivos, la misma sumisión entusiasta a las nece­sidades naturales, de jalar y quilar, los convertirían, allá como aquí, en la misma horda embrutecida, cateta, titu­beante de una trola a otra, farolera siempre, chapucera, mal intencionada, agresiva entre dos pánicos.

Pero, ya que el enfermo, por su parte, no deja de cam­biar de costado en su cama, en la vida tenemos también derecho a pasar de un flanco a otro, es lo único que po­demos hacer y la única defensa que hemos descubierto contra el propio Destino. Hay que abandonar la esperan­za de dejar la pena en algún sitio por el camino. Es como una mujer horrorosa, la pena, y con la que te hubieras ca­sado. ¿No será mejor tal vez acabar amándola un poco que agotarse azotándola toda la vida, puesto que no te la puedes cargar?

El caso es que me largué a hurtadillas de mi entresuelo de Rancy. Estaban en corro en torno al vino de mesa y las castañas, la portera y compañía, cuando pasé por de­lante de su chiscón por última vez. Ni visto ni oído. Ella se rascaba y él, inclinado sobre la estufa, abotargado por el calor, estaba ya tan bebido, que se le cerraban los ojos.

Para aquella gente, yo me colaba en lo desconocido como en un gran túnel sin fin. Da gusto, tres personas menos que te conocen y, por tanto, tres menos para es­piarte y hacerte daño, que ni siquiera saben en absoluto qué ha sido de ti. ¡Qué bien! Tres, porque cuento tam­bién a su hija, su hija Thérése, que se hacía heridas hasta supurar de forúnculos, de tanto como le picaban pulgas y chinches. Es cierto que picaban tanto, en su casa, que, al entrar en su chiscón, tenías la sensación de penetrar poco a poco en un cepillo.

El largo dedo del gas en la entrada, crudo y silbante, se apoyaba sobre los transeúntes al borde de la acera y los convertía, de golpe, en fantasmas extraviados en el negro marco del portal. A continuación iban a buscarse un poco de calor, los transeúntes, aquí y allá, delante de las otras ventanas y las farolas y al final se perdían como yo en la noche, negros y difusos.

Ni siquiera estabas obligado a reconocerlos, a los tran­seúntes. Y, sin embargo, me habría gustado detenerlos en su vago deambular, un segundito, el tiempo justo para decirles, de una vez por todas, que me iba a perderme, al diablo, que me marchaba, pero tan lejos, que ya podían darles por culo y que ya no podían hacerme nada, ni unos ni otros, intentar nada...

Al llegar al Boulevard de la Liberté, los camiones de legumbres subían temblando hacia París. Seguí su ruta. En una palabra, ya casi me había marchado del todo de Rancy. Hacía bastante fresco. Conque, para calentar­me, di un pequeño rodeo hasta el chiscón de la tía de Bébert. Su lámpara era un puntito de luz al fondo del pa­sillo. «Para acabar -me dije- tengo que decirle "adiós" a la tía.»

Estaba en su silla, como de costumbre, entre los olores del chiscón, y la estufita calentando todo aquello y su vieja figura ahora siempre lista para llorar desde que Bébert había muerto y, además, en la pared, por encima de la caja de costura, una gran foto escolar de Bébert, con su delantal, una boina y la cruz. Era una «ampliación» con­seguida con los cupones del café. La desperté.

«Hola, doctor -dijo sobresaltada. Aún recuerdo muy bien lo que me dijo-. ¡Tiene usted mala cara! -observó en seguida-. Siéntese... Yo tampoco me encuentro demasia­do bien...»

«He salido a dar un paseo», respondí, para despistar.

«Es muy tarde -dijo- para dar un paseo, sobre todo si va usted hacia la Place Clichy... ¡A esta hora sopla un viento muy frío por la avenida!»

Entonces se levantó y, tropezando por aquí y por allá, se puso a hacernos un ponche y a hablar en seguida de todo al mismo tiempo y de los Henrouille y de Bébert, como es lógico.

No había forma de impedirle hablar de Bébert y eso que le causaba pena y la hacía sufrir y, además, lo sabía. Yo la escuchaba sin interrumpirla en ningún momento, estaba como embotado. Ella intentaba recordarme todas las buenas cualidades que había tenido Bébert y las exponía con mucho esfuerzo, porque no había que olvidar ninguna de sus cualidades, y volvía a empezar y después, cuando me había contado todas las circunstancias de su cría con biberón, recordaba otra cualidad más de Bébert que había que añadir a las demás, conque volvía a empe­zar la historia desde el principio y, sin embargo, se le ol­vidaban algunas, de todos modos, y al final no le quedaba más remedio que lloriquear un poco, de impotencia. Se equivocaba de cansancio. Se quedaba dormida sollozan­do. Ya no le quedaban fuerzas para sacar de la sombra el recuerdo del pequeño Bébert, al que tanto había querido. La nada estaba siempre cerca de ella y sobre ella ya un poco. Un poco de ponche y de fatiga y ya estaba, se dor­mía roncando como un avioncito lejano que se llevan las nubes. Ya no le quedaba nadie en la tierra.


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